Llega al bar angustiada. Adelante de él hay seis personas repartidas en cuatro mesas: una pareja de novios con pinta de acróbatas, dos amigas que recién salen de trabajar, un chico colombiano y ella, tan porteña y psicoanalizada como la mejor.
El mozo del bar le da un número y la chica espera tomando una limonada con miel y jengibre. Un refresco acorde con la época.
-Mi pregunta -le dice al tarotista cuando por fin es su turno- tiene que ver con el trabajo. Hago cine, pero jamás puedo mostrar lo que hago. Estoy trabada.
Las cartas hablan enseguida. El padre nunca apoyó que ella se dedicara a esa actividad. La prefería esclavizada al mostrador previsible del almacén que durante tres generaciones la familia regenteó en un pueblo del interior. Ella logró venir a estudiar a Buenos Aires, pero todavía vive apegada a eso: siente que triunfar en su carrera es desobedecer un mandato. El tarotista no adivina el futuro ni lee el pasado. Se limita a relatar lo que le dicen las cartas como respuesta a la pregunta. Actúa, dirá después, como un espejo.
La escena puede repetirse en distintos bares de la ciudad. El método de lectura lo comenzó el cineasta chileno Alejandro Jodorovsky, que cada miércoles lee las cartas en un bar de París. Su lema es no cobrar, no adivinar el futuro, no dar consejos. “El tarot”, suele explicar Marianne Costa, coautora de muchos de los trabajos de Alejandro Jodorovsky, “es un puente entre dos extremos: la intuición y la razón”.
En Buenos Aires, muchos tarotistas jóvenes intentan seguir su camino, y se largan al estudio y experimentación de esas 78 cartas que supieron conquistar a mentes tan diversas como el psicoanalista Carl Jung o el pintor Salvador Dalí. Uno de los pioneros de esa forma de entender las cartas en el ámbito porteño fue Martín Fernández, un tarotista joven, pero maestro de varios de los que expandieron la movida a los bares de la ciudad. Martín además de dar cursos y organizar los talleres de Jodorovsky padre e hijo en Buenos Aires (las fechas se pueden ver en www.lemat.com.ar) cada jueves después de la caída del sol lee las cartas en el bar Hierbabuena, en Caseros 454, en pleno San Telmo.
Sus alumnos siguen la misma línea. Los martes, por ejemplo, Gastón Gandolfi lee las cartas en el Centro Cultural Matienzo. Mientras él recorre las mesas, sobre el escenario tocan bandas de jazz (la programación de los recitales se puede ver en http://ciclojazzytarot.blogspot.com/). Gastón, además de tarotista, es psicólogo. Desde su época de estudiante practicaba meditaciones activas y sufismo. Cuando se recibió, sus primeros pacientes fueron gente que meditaba con él. Ahora, además de los martes de jazz, las usa para la primera sesión o las tira antes de que el paciente llegue al consultorio. “El tarot trabaja coincidencias significativas. Uso las cartas como herramienta proyectiva y cómo el otro ve el mundo”, dice Gandolfi.
Otro de sus alumnos se llama Sebastián Pequeño. Su método es particular: no tiene un bar fijo ni página en internet, pero si alguno de los amigos de amigos que se enteran de su existencia le pide que le tire las cartas, no se niega nunca. “Lo que hago”, dice, “es devolver todo lo que el tarot me dio a mí: me enseñó a conocerme más y a desatar muchos nudos. Ahora lo uso como una especie de trabajo solidario en el plano espiritual”.
Ya sabe: si se cruza con uno de estos jóvenes, ninguno le va pronosticar que se va a incendiar su casa o que va a sacar el primer premio en la lotería. Los que usaron el tarot para esas cosas, dicen, son los que lo hundieron en el desprestigio. Y ellos se conjuraron para recuperarlo.
Fuente Redacción Z
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